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La Edad Media, un crisol de fe, caballería y misterio, no solo nos legó catedrales imponentes y manuscritos iluminados, sino también un universo sonoro particular, hoy en gran parte silenciado. Mientras algunos instrumentos medievales evolucionaron hasta convertirse en pilares de la orquesta moderna, otros, con sus timbres únicos y sus formas peculiares, se desvanecieron en el tiempo, dejando tras de sí un vacío melódico que solo la imaginación puede llenar.
Entre los más prominentes de estos fantasmas sonoros se encuentra la fídula, o vielle, un ancestro directo del violín. Con su cuerpo de madera, a menudo con forma de ocho o de hoja, y sus cuerdas frotadas con un arco, su sonido, más rústico y menos pulido que el de sus descendientes, era el corazón de la música cortesana y popular, capaz de interpretar desde danzas vibrantes hasta melodías contemplativas. Con la llegada del Renacimiento y la búsqueda de mayor virtuosismo y homogeneidad tonal, la fídula fue gradualmente reemplazada por la familia del violín, más versátil y con un rango dinámico superior.
Otro instrumento cuyo eco apenas resuena es la chirimía, un oboe primitivo de sonido penetrante y a menudo estridente. Fabricada en madera y con una lengüeta doble, su voz potente dominaba los conjuntos de viento de la época, siendo ideal para procesiones, ceremonias y música al aire libre, donde su volumen podía competir con el bullicio. Aunque su linaje continúa en el oboe y el fagot, la chirimía medieval, con su particular timbre y construcción, dejó de ser utilizada a medida que los instrumentos de doble lengüeta evolucionaron hacia formas más refinadas y controlables, adaptándose a los nuevos cánones estéticos.
El salterio, un instrumento de cuerda pulsada similar a una cítara o un arpa de mesa, ofrecía una sonoridad más delicada y etérea. Sus cuerdas, tensadas sobre una caja de resonancia plana, eran punteadas con los dedos o con un plectro, produciendo una dulzura que contrastaba con la robustez de otros instrumentos. Popular en la música de cámara y como acompañamiento vocal, su declive se aceleró con la aparición de instrumentos de teclado como el clavicordio y el clavecín, que ofrecían mayor complejidad armónica y polifónica, relegando al salterio a un nicho cada vez más pequeño hasta su casi total desaparición en la práctica musical común.
Y no podemos olvidar el órgano portativo, una maravilla de la ingeniería medieval que permitía a los músicos llevar consigo un pequeño órgano de tubos. Con una mano se accionaba el fuelle y con la otra se tocaban las teclas, produciendo un sonido sorprendentemente rico para su tamaño. Era común en procesiones, pequeñas capillas y para acompañar el canto, pero su funcionalidad fue superada por instrumentos más versátiles y por la evolución de los órganos de iglesia a escalas monumentales, haciendo que el portativo, en su forma original, se convirtiera en una curiosidad histórica.
La desaparición de estos instrumentos no fue un acto repentino, sino un proceso gradual impulsado por la evolución tecnológica, los cambios en las preferencias estéticas y la búsqueda de mayor expresividad y versatilidad. La música, como todo arte, es un reflejo de su tiempo, y los instrumentos que la sirven deben adaptarse o ceder su lugar a nuevas innovaciones que respondan a las demandas de una sociedad en constante cambio, priorizando la eficiencia, el rango tonal o la capacidad de integración en conjuntos más grandes.
Al contemplar estos instrumentos olvidados, surge una melancolía por los sonidos que se perdieron, por las texturas musicales que ya no podemos experimentar directamente. Cada uno de ellos llevaba consigo una parte del alma medieval, de sus celebraciones, sus lamentos y sus devociones. Aunque la música ha avanzado de maneras asombrosas, permitiendo creaciones de una complejidad y belleza inauditas, hay una autenticidad irrecuperable en esos timbres ancestrales, una conexión directa con un pasado que se nos escapa.
Para el entusiasta de la música y la historia, el estudio de estos instrumentos no es solo un ejercicio académico, sino una invitación a un viaje imaginario. Es la oportunidad de cerrar los ojos y tratar de escuchar los ecos de la fídula en un castillo, el clamor de la chirimía en una plaza medieval, o la dulzura del salterio en un monasterio. Son recordatorios de que la historia de la música es un río caudaloso, donde algunas corrientes se secan, pero su memoria enriquece el paisaje sonoro de la humanidad, invitándonos a valorar la riqueza de lo que fue y la constante metamorfosis de lo que es.
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